Se fue Tori Suárez, un gladiador que peleó hasta el final

Dan ganas de putear, de llorar, de encerrarse y de mandar a todo el mundo al carajo. Pero ellos, los que quisieron y querrán por siempre a Tomás, hoy eligen abrazarse. Porque la bronca y la tristeza, a veces, funcionan como el mejor lazo de unión.

Jueves 7 de febrero. 7.20 de la mañana. Nueva Córdoba. El murmullo de voces jóvenes parece pintar una escena cotidiana en pleno barrio universitario: pibes que van y vienen rápido, juntos, hablando en voz alta como gritando esperanza. Sin embargo, esta vez, no andan apurados por llegar a clases o por sacarse de encima un final que les permita la ansiada promoción. Tampoco los convoca una primeriza entrevista laboral ni, mucho menos, un típico desayuno posdiversión nocturna entresemana. Llevan los ojos hinchados como cualquier hijo de vecino a esa hora de la mañana: algunos, producto del sueño; otros, víctimas de una sensibilidad que casi siempre golpea de noche.

El Sanatorio Allende de Independencia al 700 fue el punto de encuentro. Porque lo leyeron en Facebook, Whatsapp, Twitter o Instagram, o porque se los dijeron en el club, o en el kiosco después de entrenamiento, o en la mesa durante la cena de la noche anterior. Todos sabían que ese día, a primera hora, había que ponerle el cuerpo –otra vez (y van…)- a la situación.

“Hola. Para donar sangre… ¿es acá?”, encaró al guardia un muchacho de cuerpo fornido que apenas llegaba a los 18 años. “¿Qué tal? Para dar sangre…”, se presentó una piba que, arropada como si fuera plenoinvierno, se esforzaba para llegar a los 50 kilos que se le exigen a cualquier donante. El desfile de chicos se convirtió en una postal, y el encargado de la limpieza lo advirtió rápido: “Ya sé. Venís por Tomás. Están haciendo fila ahí. Abre a las 8, así que vas a tener que esperar. Te dan una hoja, la llenás, y después te hacen pasar”, lo arrebató a un flaco alto, pinta de segunda línea bonachón, que solo atinó a reírse y a esbozar un tímido: “Gracias”.

El mensaje de solidaridad se multiplicó por las redes sociales, y el deporte mostró su cara más noble. El pedido de donantes de cualquier grupo sanguíneo para “Tori” retumbó en ese corazón ovalado que aflora cuando de dar una mano se trata, y Tomás Suárez, jugador de la 96 del Palermo Bajo, convocó a una multitud de chicos y chicas que amanecieron para bancarse e intentar disimular el temor de un pinchazo fraternal.

Al principio de la fila, de pie, con gestos que advertían una lucha estoica por contener una lágrima traicionera: un pilar de La Tablada, un wing del Jockey, un centro del Tala, y un back compañero de división del “Escarabajo”; sentadas, espiando el teléfono, esperaban su turno una defensora de Athletic, una delantera de la “U”, y una profe del Córdoba Rugby. Rugbiers, jugadores de hockey, dirigentes, entrenadores. Todos fueron a aportar su granito de arena por una pelea que sabían desigual contra un rival invisible y voraz.

Aunque sobró sangre y hubo exceso de rezos y sudor, el corazón de “Tori” en la mañana del viernes se apagó. No habrá consuelo para su familia, ni para ese piberío que se hubiese extirpado una parte del cuerpo con tal de volver a ver sonreír a su amigo del alma. Pero quedará, en los suyos y en sus allegados, esa paz que deja el haber dado todo y un poquito más. Porque como en la cancha, “Tori”, sus papás, sus hermanos y sus amigos la pelearon hasta el último minuto. Y nos enseñaron, una vez más, que cuando el rugby se quiere abrazar, lo hace siempre hasta el final.

Texto publicado originalmente el 12 de febrero de 2016, en masrugby.com.ar