Un clásico que pasó de moda, y duele

No había comunión más hermosa. El negro Fer, Tebi, Juampi, el Leo, el Hora. El negro Lucas, el gordo José, el Oruga. Unos de celeste, otros de azul y blanco. Un 147 o un 600 con Cachumba al palo, y una montaña de Quilmes heladas que ofrecía don Marcelo.

Cuando faltaban dos horitas, el Turco Oliva le daba paso al otro Turco, Wehbe, y a Brizuela. Ya estábamos en partido. Empezaban las chicanas, las apuestas y los fondos blanco para emprender camino al Chateau.

Íbamos todos juntos. Importaba un carajo que por ese sector ingresara exclusivamente la parcialidad de la T. Una vez que atravesábamos la Gauss, tomábamos puentes distintos. Y ahí sí algunos se sacaban los buzos y desenfundaban su piel pirata.

Cuando sonaba el pitazo final, volvíamos todos a esa esquina donde, para nosotros, había empezado el clásico. Cargadas, discusiones, más cervezas.

No sé cuándo ocurrió, pero eso que recuerdo de mi infancia por estas horas adquirió matiz de cuento mágico. Esa fábula en blanco y negro permitía lo que ahora parece inconcebible: que hinchas de Talleres y Belgrano convivieran antes y después de un partido a cara de perro, y que el fútbol fuera lo que debería ser: un juego.

No es que quisiéramos que ganara el rival, que nos diera lo mismo el resultado o que nos resbalara la inminente gastada. Pero era un ritual formativo que te curtía el cuero y te enseñaba a asimilar con dignidad eso que en la vida se nos aparece sin interrupciones: la derrota.

Aquello que antes nos unía, aun en tribunas opuestas, hoy, solo con hinchadas locales, parece segregarnos. Alguien nos hizo creer que los del otro barrio son nuestros enemigos y no esa otra mitad que nos constituye. Y, de a poquito y sin saberlo, empezamos a matar la verdadera fiesta.

La mayoría de mis amigos vota a un candidato al que yo no votaría jamás, y son hinchas de un equipo del cual nunca me haría socio. Tenemos otros pasatiempos, nos enamoran cosas diferentes y nos duelen injusticias distintas.

En esa diversidad crecí y me enriquecí. Y aprendí también que los hinchas son todos iguales. Es verso que hay mejores y peores. Todos darían todo por su camiseta y todos, alguna vez, lloraron de dolor y de alegría por su club.

Sé que son días de legitimación de los discursos de odio y aniquilación del otro. Pero a mí no me alegra el sufrimiento de mis amigos. No me regocija el dolor ajeno. Quiero ganarles. Con un gol en contra, sobre la hora, o con baile. Pero que la celebración empiece y termine ahí, en los límites de la cancha donde se juega el deporte más apasionante del mundo.

Hubo un tiempo que fue hermoso, y yo lo extraño demasiado.