Un tipo del norte cordobés que, a los 21 años, ve un aviso en el diario y se arriesga. Sin haber hecho jamás inferiores, se anota en esa prueba en Talleres y, contra cualquier pronóstico, queda. Ese flaco que en su pueblo había practicado atletismo y vóley, recuerda las charlas con su papá cuando este le decía que soñaba con ser futbolista, boxeador o cantante, y va por uno de esos anhelos.
Por su gran destreza física, logra disimular grandes deficiencias técnicas y tácticas. Y porque pide ayuda. Le dice a Mario Ballarino, que está atravesando sus últimos años como jugador, que le enseñe los secretos de la zaga. Y aprende. Asimila tanto que, con esa camiseta, juega 93 partidos y logra dos campeonatos.
Pero, un buen día, desaparece. Se lo traga su tierra amada de Villa del Totoral y se aleja definitivamente del fútbol. No sólo deja de jugar y de ir a la cancha: no pisa nunca más el predio donde se entrenó durante tantas mañanas y tantas tardes.
Hasta ahora, que abre los ojos como un nene de campo eyectado en Disney. «¿Te imaginás, nosotros, con todo esto? Qué increíble. Se me vienen a la cabeza tantos recuerdos. Hacíamos base en La Boutique y veníamos en un colectivo viejo. Había dos canchas nomás», dice Cristian García, y se quiebra mientras ve un video institucional en el que “la Rana” Valencia imaginariamente le habla a Amadeo Nuccetelli sobre las obras proyectadas en ese lugar que el entrañable dirigente compró en el 78.
Le explican que desde hace unos años el club decidió acabar con cualquier tipo de discusión y que la única estrella que acompaña al escudo es una de las dos que ganó él: la Conmebol, en 1999.
Los elogios de los empleados del Centro de Alto Rendimiento Deportivo parecen incomodarlo. Les dice que no sabe qué futbol es mejor ni más difícil, si el rudimentario de su época o el sofisticado de estos tiempos: «Nosotros no nos cuidábamos tanto. Nos juntábamos una vez por semana y nos acostábamos tarde. Tomábamos gaseosa. Eso hoy no existe. Quizás ahora falta creatividad, ninguno se sale de la línea. Pero, no sé. En nuestros tiempos se pagaba atrasado dos o tres meses y, para poder reclamar, había que ganar. No teníamos las expectativas que tienen los pibes ahora. Jugábamos, más que todo, por jugar. Y, si después venía algo bueno, venía, era algo medio utópico. Pero siempre se sintió el fanatismo del hincha y eso era lo más lindo: salir a jugar a la cancha, los domingos, no tenía precio».
“El Flaco” cuenta las ganadas, pero también las perdidas. Lo subieron al plantel profesional en 1995, cuando a “la T” le tocó descender. Al año siguiente, después de alternar entre el banco y el 11 inicial, fue titular en la final del Clausura ganada contra San Martín de Tucumán: por lesión de José María “la Tota” Rozzi, jugó de 3 en aquel 2-1 de la Ciudadela. Sin embargo, fue suplente contra Huracán de Corrientes, el otro campeón (Apertura 96), en el frustrado duelo por el ascenso. Y le tocó ser de la partida, en el 97, en la final perdida ante Gimnasia y Tiro de Salta por penales.
—¿Cómo te repusiste de la derrota contra Huracán?
—Lo puedo explicar por cómo fui criado. Mi papá no era hincha de ningún club. Vivía en el pueblo, y era simpatizante de River, por eso nosotros éramos un poco de River. Pero el fútbol nunca fue una cosa tan importante, nunca fui un apasionado. La primera vez que fui al Kempes, fue cuando jugué. Mi papá no me llevó nunca a la cancha. Lo que sí, en mi barrio había muchos potreros, el fútbol era el único deporte que se podía jugar, porque la situación del país era bastante complicada. Nosotros perdimos contra Huracán y al poco tiempo ya estábamos de vuelta riéndonos e intentando salir adelante. Creo que antes se salía más rápido, no se terminaba el mundo si pasaba algo así.
Y no sólo no fue el final de nada, sino que marcó el comienzo de algo. Algo histórico. Para él, para Talleres y para la provincia. Por su buen rendimiento, lo compró Independiente y, tras un año en Avellaneda, volvió a barrio Jardín para alcanzar el único título oficial internacional de la provincia.
“Al principio, nos lo tomamos como una experiencia y, cuando fuimos pasando de etapas, nos encontramos con la posibilidad de ser campeones. Veníamos un poco bajoneados por lo que había pasado con Huracán y con Gimnasia, y estábamos con miedo de que pase lo mismo –confiesa quien más tarde se convirtió en internacional y jugó en México, Colombia y Bolivia-. Pero, cuando en la pandemia revisé casi todos los partidos de la copa, me di cuenta de que el plantel era muy bueno. Jugamos todos y todos fuimos importantes. La verdad es que fue algo hermoso, inolvidable, porque ganamos algo muy importante a pesar de no tener todas las comodidades. Conseguir cosas cuando te faltan cosas tiene un sabor distinto”.
Padre e hijo, toma y daca
Una operación de rodilla y dos de tobillo. Quebraduras de muñeca, mandíbula (en dos partes) y nariz (dos veces). Cuatro puntos en la boca y la huella indeleble cerca del ojo de un tapón. Como buen marcador central, pegó, sí, pero también recibió.
Y, aunque no lo supo entonces, Nahuel siguió la tradición familiar. Obedeciendo a la voluntad de don Francisco Omar García, ese abuelo que había soñado con ser futbolista, boxeador o cantante, se calzó los guantes.
“Quise jugar al fútbol pero, en el momento en que todos se desarrollaban físicamente, yo no pegué el estirón. Entonces iba a jugar y me sentía débil, flaco, lento. Y como en el boxeo era por peso, esa diferencia no se sentía, porque peleabas con los que pesaban lo mismo que vos. Cuando entré por primera vez a un gimnasio, fue raro: le dije a mi viejo que iba a vivir de esto sin haber visto ni practicado boxeo antes. No sabía lo que era tirar un golpe y yo ya decía que iba a ser boxeador”, cuenta el actual campeón Feconsur mediano CMB.
—¿Qué significó para vos tu viejo?
—Con mis hermanos nos peleamos porque yo, que soy el más grande, fui el único que pudo vivir a su lado la mejor parte de su carrera. No me acuerdo de mucho, pero veo videos y fotos y me encanta. Si bien me incliné por otro deporte, siempre sentí admiración por él. Mi viejo es mi mejor amigo y siempre fue mi motivación: no es que quería ser como él, pero sí que quería vivir lo mismo que él. Y ahora, de otra forma, pero lo estoy viviendo.
Además del “Caña”, como apodan a este boxeador que ostenta un récord de 16 victorias con 15 nocauts y una sola derrota, “el Flaco” García tiene otros dos hijos varones, uno de los cuales es futbolista. No obstante, la conexión con la Conmebol, Talleres y aquellos añorados tiempos pasados es Nahuel, el mayor. Porque Álvaro, tras probarse sin suerte en “el Matador”, se transformó en lateral izquierdo de Belgrano y alterna entre la Reserva y la 4ta de AFA pirata. Y porque Lautaro, el del medio, jugó siempre al vóley.
“Cuando me estaba probando en Talleres, mi esposa estaba embarazada de él y esa era mi motivación. Cuando me entrenaba y estaba a punto de bajar los brazos porque no daba más, pensaba en él. Las garras que puse fueron por él, porque tenía que darle de comer”, suelta y mezcla las últimas lágrimas de la tarde con una sonrisa serena.
“Con el deporte, nos sacamos el jugo los dos. Yo le di y él me dio, creo que hicimos un buen negocio. Jugué al fútbol y disfruté de mi vida”, cierra, con el alivio de quien en 2018 cumplió el tercer y último sueño que su papá, que dedicó su vida a trabajar como cartero en San José de la Dormida, no pudo lograr: en el estudio de Claudio Pacheco, grabó “Cantando con el corazón”, su propio disco.